Vincent Van Gogh
1853 - 1890
por John Berger

 

Para un animal, su entorno y su hábitat natural son algo dado; para el hombre, pese a la fe de los empiristas, la realidad no es algo dado: hay que buscarla continuamente, hay que agarrarla; casi me sentiría tentado a decir que hay que salvarla.

Nos enseñan a oponer lo real a lo imaginario, como si lo primero estuviera siempre a mano, y lo segundo alejado de nosotros. Esta oposición es falsa. Los acontecimientos siempre están al alcance de la mano. Pero la coherencia de esos acontecimientos, que es a lo que uno se refiere cuando habla de realidad, es una construcción de la imaginación. La realidad siempre está más allá, y esto es cierto tanto para los materialistas como para los idealistas. Para Karl Marx y para Platón. Independientemente de cómo la interprete cada uno, la realidad está al otro lado de una pantalla de clichés. Cada cultura produce la suya, en parte, para facilitar sus propias prácticas (para establecer hábitos), y, en parte, para consolidar su propio poder. La realidad es hostil con los que detentan poder.

Todos los artistas modernos han creído que sus innovaciones ofrecían una visión más próxima a la realidad, una manera de hacer la realidad más evidente. Es aquí, y solamente aquí, en donde el artista moderno y el revolucionario se han encontrado, a veces, codo con codo, ambos inspirados por la idea de derribar esa pantalla de clichés; unos clichés que se han ido haciendo cada vez más triviales y egoístas.

Sin embargo, muchos de estos artistas han degradado lo que encontraron al otro lado de la pantalla, a fin de adaptarlo a su propio talento y posición social como artistas. Cuando ha sucedido esto, se justifican con una de las docenas de variantes de la teoría del arte por el arte. Dicen: la realidad es arte. Esperan sacar un beneficio artístico de la realidad. De nadie es esto menos cierto que de Van Gogh.

Por sus cartas sabemos hasta qué punto era consciente de la existencia de la pantalla. Toda la historia de su vida es un infinito anhelo de realidad. Los colores, el clima mediterráneo, el sol eran para él vehículos que conducían hacia la realidad; no eran objetos de deseo en sí mismos. Su anhelo se intensificaba en las crisis sufridas cuando sentía que no lograba salvar realidad alguna. El que estas crisis hayan sido hoy diagnosticadas como esquizofrénicas o epilépticas no cambia las cosas; su contenido, a diferencia de su patología, era una visión de la realidad consumiéndose como un fénix.

También sabemos por sus cartas que nada era para él más sagrado que el trabajo. Veía la realidad física del trabajo, simultáneamente, como una necesidad, como una injusticia y como la esencia de la humanidad a lo largo de la historia. El acto creativo del artista era para él solamente uno más entre muchos actos similares. Creía que la mejor manera de aproximarse a la realidad era a través del trabajo, precisamente porque la realidad misma era una forma de producción.

Sus cuadros expresan esto mejor que las palabras. Su supuesta torpeza, los gestos con los que extendía los pigmentos sobre la tela, los gestos (invisibles hoy, pero imaginables) con los que escogía y mezclaba los colores en la paleta, todos los gestos con los que manejaba y manufacturaba el material de la imagen pintada son análogos a la actividad de la existencia de lo que pinta. Sus cuadros imitan la existencia activa —el esfuerzo de ser— de lo que representan.

Una silla, una cama, un par de botas. El acto de pintarlos estaba en él más próximo que en cualquier otro pintor al acto de fabricarlos del carpintero o del zapatero. Junta los elementos del producto —patas, traveseras, respaldo, asiento; suela, palas, lengüeta, tacón— como si él también los estuviera ensamblando, uniendo, y como si el hecho de ser unidos constituyera su realidad.

Ante un paisaje, este mismo proceso era mucho más complicado y misterioso, pero seguía el mismo principio. Si imaginamos a Dios creando el mundo a partir de tierra y agua, a partir de arcilla, su manera de modelarla, para hacer un árbol o un trigal, podría muy bien parecerse a la manera en que Van Gogh manejaba la pintura cuando pintaba un árbol o un trigal. Pero Van Gogh era humano; no había en él nada de divino. No obstante, si uno piensa en la creación del mundo, solo puede imaginar el acto mediante la evidencia visual, aquí y ahora, de la energía de las fuerzas en juego. Y Van Gogh sintonizaba extraordinariamente bien con esas fuerzas. 

 

 

Cuando pintaba un pequeño peral en flor, el acto de subir la savia, de formarse el brote, romperse el brote, abrirse la flor, aparecer los estambres, hacerse pegajosos los pistilos, todos estos actos estaban presentes en su acto de pintar.

 

 

 

 Cuando pintaba una carretera, tenía en mente a los peones camineros.

 

 

 

Cuando pintaba la tierra surcada de un campo recién arado, su propio acto encerraba el movimiento de la reja removiendo la tierra.

Mirara donde mirara, veía el esfuerzo de la existencia; y este esfuerzo, reconocido como tal, era lo que constituía para él la realidad. Cuando pintaba su propia cara, pintaba la producción de su destino, pasado y futuro, de forma similar a como los quiromantes creen que pueden leer tal producción en las líneas de la mano. No todos sus contemporáneos, quienes en su mayoría lo consideraban anormal, eran tan estúpidos como hoy se pretende. Pintaba compulsivamente; ningún otro pintor ha sentido nunca un apremio comparable.

¿Cuál era la causa de la compulsión? Se sentía forzado a acercar cada vez más los dos actos de la producción: el del lienzo y el de la realidad representada. Mas tal obligación no se derivaba de una idea sobre el arte, por eso nunca se le ocurrió sacar provecho de la realidad, sino de un abrumador sentimiento de empatía. "Admiro al toro, al águila y al hombre con tan profunda adoración que, con toda certeza, esto siempre impedirá que llegue a ser una persona ambiciosa."

Se había impuesto llegar siempre más y más cerca, aproximarse y aproximarse y aproximarse. In extremis se acerca tanto que las estrellas en el cielo nocturno se convierten en torbellinos de luz; los cipreses, en ganglios de madera viva que responden a la fuerza del viento y el sol. Hay cuadros en los que él, el pintor, queda disuelto en la realidad. Pero en cientos de otros es él quien conduce al espectador lo más cerca que puede llegar un hombre, sin por ello perder su integridad, de ese proceso continuo mediante el cual se produce la realidad.

Antes, hace mucho tiempo, los cuadros eran comparados a los espejos. Los de Van Gogh podrían compararse a los rayos láser. No esperan recibir, salen al encuentro, y lo que atraviesan no es tanto el espacio vacío como un acto de producción, la producción del mundo. Una pintura tras otra son un modo de decir, asombrado, pero con cierto desasosiego: ¡atrévete a acercarte hasta aquí! ¡Atrévete a ver cómo funciona!

                                                                               * * *

¿Se puede escribir todavía algo sobre él? Pienso en todas las palabras que ya se han escrito, incluidas las mías, y la respuesta es "no". Si miro sus cuadros, la respuesta vuelve a ser "no", aunque por una razón diferente: sus cuadros invitan al silencio. Casi iba a decir que ruegan silencio, y eso habría sido falso, pues ni una sola de sus imágenes, ni siquiera la del anciano con la cabeza entre las manos en el umbral de la eternidad, muestra el menor patetismo. Siempre detestó inspirar compasión y hacer chantaje. Solo cuando veo sus dibujos me parece que merece la pena añadir algunas palabras. Tal vez porque sus dibujos tienen algo de escritura, y a menudo dibujaba en las cartas. El proyecto ideal habría sido dibujar el proceso que llevaba a sus dibujos, tornar prestada su mano de dibujante. Sin embargo, lo intentaré con palabras.

Cuando miro un dibujo suyo de un paisaje de los alrededores de las ruinas de la abadía de Montmajour, cerca de Arlés, realizado en julio de 1888, creo ver la respuesta a una cuestión obvia: ¿por qué ha llegado a ser este hombre el pintor más famoso del mundo?

El mito, las películas sobre él, los precios, su llamado martirio, sus brillantes colores, todo ello tuvo un papel y amplificó el atractivo global de su obra, pero no están en su origen. Es querido, me digo mirando el dibujo de los olivos, porque para él el acto de dibujar o de pintar era una forma de descubrir y de demostrar por qué amaba tan intensamente aquello a lo que estaba mirando, y aquello a lo que estaba mirando durante los ocho años de su vida como pintor (sí, solo ocho) pertenecía al ámbito de la vida cotidiana.

No se me ocurre otro pintor europeo cuya obra exprese un respeto tan franco por las cosas cotidianas, sin por ello elevarlas en alguna medida, sin referirse a su salvación mediante un ideal de lo que encarnan o a lo que sirven. Jean Siméon Chardin, Georges de La Tour, Gustave Courbet, Claude Monet, Nicolas de Staél, Joan Miró, Jasper Johns —por nombrar solo unos pocos— venían magistralmente apoyados por ideologías pictóricas, mientras que él, en cuanto abandonó su primera vocación de predicador, abandonó toda ideología. Se volvió estrictamente existencial, se quedó ideológicamente desnudo. La silla es una silla, no un trono. Las botas están gastadas de andar. Los girasoles son plantas, no constelaciones. El cartero reparte cartas. Los lirios morirán. Y de esta desnudez suya, que para sus contemporáneos era ingenuidad o locura, procedía su capacidad de amar, súbitamente y en cualquier momento, lo que veía delante de él. Agarraba entonces el lápiz o el pincel y se esforzaba por hacer realidad, por colmar ese amor. Un amante pintor que viene a afirmar la tosquedad de una ternura cotidiana con la que todos soñamos en nuestros mejores momentos y que reconocemos instantáneamente cuando la vemos enmarcada.

Palabras, palabras. ¿Cómo se ve esto en su práctica artística? Volvamos al dibujo. Es un dibujo a plumilla de caña. En un solo día hacía varios. A veces, como en este caso, directamente del natural; a veces, de sus propios cuadros colgados en la pared del estudio mientras se secaban.

  

No eran tanto estudios preparatorios corno esperanzas gráficas; mostraban de una forma
sencilla, sin las
complicaciones del pigmento, adónde esperaba que le condujera el acto de
pintar. Eran mapas de su amor.

¿Qué vemos en este? Matas de tomillo, otros arbustos, rocas calizas, olivos en una ladera, una llanura a lo lejos, pájaros en el cielo. Moja la plumilla en tinta marrón, observa y marca el papel.

 

Los gestos parten de la mano, de la muñeca, del brazo, del hombro, posiblemente también de los músculos del cuello; los trazos que hace en el papel, sin embrago, siguen unas corrientes de energía que no son físicamente suyas y que solo se hacen visibles cuando las dibuja. ¿Corrientes de energía? La energía de un árbol que crece, de una planta que busca la luz, de una rama que ha de acomodarse con sus vecinas, de las raíces de los cardos y de los arbustos, del peso de las rocas incrustadas en la ladera, de la puesta de sol, de la atracción por la sombra de todo lo que está vivo y padece el calor, del mistral que sopla del norte y ha moldeado los estratos de roca. Es una lista arbitraria; lo que no es arbitrario es el dibujo que sus trazos hacen sobre el papel. Se asemeja a una huella digital. ¿Una huella de quién?

Es un dibujo que valora la precisión —todos y cada uno de los trazos son explícitos e inequívocos—, pero se olvida completamente de sí mismo en su apertura con respecto a aquello con lo que se encuentra. Y el encuentro es tan próximo que es imposible distinguir de quién es cada trazo. Un mapa del amor, en verdad.

Dos años después, tres meses antes de su muerte, pintó un pequeño lienzo de dos campesinos cavando la tierra. Lo hizo de memoria, porque se refiere a aquellos que había pintado cinco años antes, en Holanda, y a las muchas imágenes que pintó a lo largo de su vida en homenaje a Jean-Francois Millet. Sin embargo, es también un cuadro cuyo tema encierra el mismo tipo de fusión que vemos en el dibujo.

 

 

Los dos hombres están pintados en los mismos colores —el marrón de la patata, el gris del azadón
y el desvaído azul de las ropas de trabajo de los campesinos franceses— que el campo, el cielo y las
colinas lejanas. Las pinceladas que representan sus extremidades son idénticas a aquellas que
trazan los hoyos y los montículos del campo. Los codos levantados de los dos hombres se
transforman en dos crestas más, dos cerros más, contra el horizonte.

El cuadro, por supuesto, no afirma que esos hombres sean "paletos", que era el insulto que solían dedicar a los campesinos muchos ciudadanos de la época. La fusión de las figuras con la tierra se refiere a ese intercambio recíproco de energía que constituye la agricultura, y que explica, en definitiva, por qué la producción agrícola no puede ser sometida a unas leyes puramente económicas. También podría referirse, mediante su amor y respeto por los campesinos, a su propia práctica como pintor.

Tuvo que vivir toda su corta vida apostando con el riesgo de perderse. La apuesta es visible en todos los autorretratos. Se mira corno a un desconocido, o como a algo con lo que acaba de tropezarse. Sus retratos de otras personas son más personales; su enfoque, más cercano. Cuando las cosas iban demasiado lejos y se perdía completamente, las consecuencias, como nos lo recuerda su leyenda, eran catastróficas. Y esto es evidente en las pinturas y en los dibujos que hacía en esos momentos. La fusión se transformaba en una fisión. Todo borraba todo lo demás.

 

 

Cuando ganaba la apuesta —lo que sucedía casi siempre—, la ausencia de contornos en su identidad le permitía ser extraordinariamente abierto, lo hacía completamente permeable a aquello a lo que estaba mirando. ¿O me equivoco? Tal vez la ausencia de contornos le permitía darse, abandonarse y entrar e impregnar al otro. Posiblemente, se daban los dos procesos, una vez más, como en el amor.

 

                                                                                        El jardinero, 1889

Palabras, palabras. Volvamos al dibujo de los olivos. Las ruinas de la abadía están, creo, detrás de nosotros. Es un lugar siniestro, o lo sería de no estar en ruinas. El sol, el mistral, los lagartos, las cigarras, la ocasional abubilla, todavía limpian sus muros (la abadía fue desmantelada durante la Revolución Francesa), todavía no han acabado de borrar las trivialidades del poder que encerraron un día y todavía siguen insistiendo en lo inmediato. 

 

 

Sentado de espaldas al monasterio y mirando los árboles, le parece que el olivar empieza a acortar la distancia y a apretarse contra él. Reconoce la sensación; la ha experimentado, en el interior, en el exterior, en el Borinage, en París o aquí en la Provenza. A esta presión —que fue tal vez el único amor íntimo constante que conoció en su vida— responde a una velocidad increíble y con la máxima atención. Toca todo lo que ven sus ojos. Y la luz cae sobre los trazos en el papel de vitela de la misma forma que cae sobre los guijarros a sus pies, en uno de los cuales (en el papel) escribirá: Vincent.

 

Este dibujo parece contener hoy algo que tengo que denominar gratitud; una gratitud que no es fácil determinar. ¿La gratitud de lugar? ¿La suya? ¿La nuestra?

De Sobre los artistas, Volumen 2, de John Berger, publicado en español por la editorial Gustavo Gili (Barcelona, 2018), edición a cargo de Tom Overton, con traducción de Pilar Vázquez.


Somos especiales deudores de Saskia Andraensen, de la editorial Gustavo Gili, por su generosa e imprescindible gestión ante los herederos de los derechos sobre las obras de John Berger.
Agradecemos, por el permiso concedido para la publicación de la traducción de este artículo a la editorial Gustavo Gili, titular de los derechos de la edición en español, y personalmente a Gabriel Gili, por su siempre dispuesta voluntad de escucharnos, que puso en marcha el complejo proceso de obtención de los permisos correspondientes.

 

 

 

 

 

 

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