Gustave Courbet

1819 -1877

por John Berger

 

Como siempre se lo calificó de socialista pertinaz (fue condenado a prisión, por supuesto, por el papel que jugó en la Comuna y, al final de su vida, tuvo que exiliarse en Suiza), la crítica más reaccionaria ha pretendido que su posicionamiento político no tiene nada que ver con su arte: no podían ignorar su arte, aunque solo fuera por su importante influencia en artistas posteriores, como Édouard Manet y Paul Cézanne; y la crítica progresista, por otro lado, ha tendido a pensar que la grandeza de su arte es un resultado de su lealtad política. Así que parece pertinente preguntarse hasta qué punto exactamente estaba su socialismo implícito en sus pinturas, cómo se reflejaba su actitud vital en las innovaciones de su arte.

Primero, sin embargo, es necesario limpiar algo del barro que se le ha quedado pegado. Porque nunca claudicó en sus convicciones, porque su obra y su modo de vida "vulgar" demostraban que el arte era tan relevante en las trastiendas, los talleres y las celdas como en los salones, porque sus pinturas nunca ofrecieron la menor posibilidad de escapar del mundo tal como era, fue oficialmente rechazado durante su vida y luego admitido solo a regañadientes. Se le acusó de pomposo. Consideremos su autorretrato en la cárcel. Está sentado junto a la ventana, fumando en pipa, tranquilamente, y la invitación del sol, en el patio, es la única referencia a su encarcelamiento.

 

 

 

O consideremos su copia del autorretrato de Rembrandt. Tuvo la humildad de imponerse esa disciplina a los cincuenta años.

 

 

 

Se le acusó de tosquedad. Contemplemos una marina normanda, en la que el aire, que parece alejarse entre el mar desnudo y las nubes bajas, sostiene con firmeza, pero con una finura extraordinaria, todo el misterio encerrado en el hecho aparente y la ilusión real de un horizonte.

 

 

 

Se le acusó de sentimentalismo. Contemplemos el cuadro de la gran trucha enganchada al anzuelo: la fidelidad con la están reproducidos los hechos esenciales le fuerza a uno a sentir el peso del pez, la fuerza con la que la cola lucha, golpeando las piedras, la astucia necesaria para moverla, la deliberación necesaria para arponearla, demasiado grande para meterla en una red.

 

 

De vez en cuando, esas críticas son, claro está, justas, pero ningún artista pinta solo obras maestras, y las obras de, pongamos, por ejemplo, John Constable (a quien, en cierto modo, en su contribución independiente al paisajismo, se parece Courbet), de CamiIle Corot o de Eugéne Delacroix son igualmente desiguales, pero se las elige con menos frecuencia como blanco de ataques tendenciosos.

Pero volviendo al problema fundamental: Courbet creía en la independencia del artista, y fue el primer pintor que expuso en solitario. Sin embargo, para él, esto significaba independencia del arte por el arte, independencia de la visión romántica dominante de que el artista o su obra eran más importantes que la existencia del tema pintado y de la visión clásica opuesta de que la inspiración de todo el arte era absoluta y atemporal. Courbet se dio cuenta de que la independencia del artista solo podía ser productiva si significaba libertad para identificarse con los temas vivos, para sentir que formaba parte de ellos, nunca lo contrario. Para los pintores como tales pintores, esto es lo que significa "materialismo". Courbet lo expresó con palabras, expresó la relación indestructible entre la aspiración humana y el hecho real, cuando escribió: "Saber para poder, ese fue mi pensamiento". Pero el reconocimiento de Courbet, con toda la fuerza de su imaginación, de la realidad de los objetos que pintaba, nunca se deterioró hasta convertirse en un mero naturalismo, en una mirada superficial e irreflexiva, con ojos como platos, a las apariencias, como, por ejemplo, la visión que puede tener un excursionista de un lugar pintoresco. Uno no solo siente que esa era la apariencia de todas y cada una de las escenas que pintaba, sino también que le eran conocidas. Sus paisajes eran revolucionarios en tanto en cuanto presentaban lugares reales sin sugerir una antítesis romántica de la ciudad, pero en ellos —y no como algo impuesto— uno también puede descubrir un sentido de Arcadia potencial: un reconocimiento local de que, para los niños en sus juegos y para las parejas de novios, estas escenas comunes podrían reunir una magia familiar. Un desnudo magnífico delante de una ventana y un paisaje es una interpretación categórica de una mujer sin ropa, sujeta a las mismas leyes que la trucha; pero al mismo tiempo, la pintura evoca la impresión que causa la inesperada soledad de la desnudez, la impresión personal que inspira a los amantes, expresada de otra manera en La tempestad de Giorgione.

Sus retratos (las obras maestras de Jules Vallés, Van Wisselingh o del cazador) son personas concretas. Uno se puede imaginar cómo cambiarán, uno se puede imaginar sus ropas en otras personas, a las que no les quedan bien; y, sin embargo, comparten la misma dignidad porque todas son vistas con el conocimiento del afecto del mismo hombre. La luz les favorece porque toda luz que revele la forma de los amigos de uno es bienvenida. Un principio paralelo se puede aplicar al dibujo de Courbet y a su percepción de la estructura. Siempre se establece la forma básica en primer lugar, todas las modulaciones y afloramientos de la textura son considerados variaciones orgánicas, de la misma manera que las excentricidades del carácter son vistas por los amigos, a diferencia de los desconocidos, como parte del hombre completo que uno conoce. Para resumir en una sola frase, uno podría decir que el socialismo de Courbet se expresaba en la desinhibida fraternidad que caracteriza su obra.

 

 

 

 ***

No se puede decir que la obra de un artista determinado sea reducible a la verdad independiente. Al igual que su vida, o la tuya o la mía, su obra constituye una verdad, su propia verdad válida o inútil. Las explicaciones, los análisis, las interpretaciones no son sino encuadres o lentes que ayudan al espectador a enfocar atención más nítidamente sobre la obra. La única justificación de la crítica es que permite ver con mayor claridad.

Hace unos años escribí que había dos puntos en la obra de Courbet que nunca habían sido abordados y requerían una explicación. En primer lugar, la verdadera naturaleza de la materialidad, la densidad y el peso de sus imágenes. En segundo lugar, las razones profundas por las que dicha obra atentó de tal modo contra el mundo del arte burgués. Este segundo punto ha sido desde entonces brillantemente tratado no por un estudioso francés, como cabría haber esperado, sino por un británico y una estadounidense: Timothy J. Clark en sus dos libros, Imagen del pueblo: Gustave Courbet y la Revolución de 1848 y The Absolute Bourgeois, y Linda Nochlin en el suyo, El Realismo (1).  La primera cuestión, sin embargo, sigue sin ser abordada. La teoría y el programa del realismo de Courbet han sido social e históricamente explicados, pero nunca se ha hablado de su manera de ponerlos en práctica con los ojos y las manos. ¿Cuál es el significado de esa manera única que tiene Courbet de representar las apariencias? Cuando decía que el arte es "la expresión más completa de la existencia de una cosa", ¿qué entendía por expresión?

La región en la que un pintor pasó su infancia suele tener un papel importante en la formación de su visión. El Támesis desarrolló la de J. M. W. Turner. Los acantilados de la región de Le Havre fueron formativos en el caso de Claude Monet. Courbet creció en el valle del Loue, en la vertiente oeste de la cordillera del Jura, lugar que pintaría y al que volvería a menudo a lo largo de su vida. El tomar en consideración el carácter del paisaje de los alrededores de Ornans, pueblo natal del pintor, es, creo yo, una buena manera de construir un encuadre desde el que enfocar su obra.

 

 

Esa es una región excepcionalmente lluviosa: aproximadamente se recogen 125 mm anuales, mientras que la media en las llanuras francesas varía entre 80 en el oeste y 40 mm en el centro. La mayor parte de esta lluvia se filtra a través de la roca caliza del suelo y forma canales subterráneos. El Loue, en su nacimiento, mana de entre las rocas con la fuerza de un río ya sustancialmente caudaloso. Es una región típicamente kárstica, caracterizada por afloramientos de caliza, valles profundos, cuevas y pliegues geológicos. En el estrato horizontal de caliza suele haber depósitos de marga, lo que permite que crezcan árboles y hierba encima de las rocas. Se puede ver este tipo de formación, un paisaje muy verde dividido cerca del cielo por una línea horizontal de roca gris, en muchos de los cuadros de Courbet, como en Entierro en Ornans. Sin embargo, en mi opinión, la influencia de este paisaje y su geología en la obra de Courbet es algo más que escénica.

 

En primer lugar, intentemos visualizar cómo aparecen las cosas en este tipo de paisaje, a fin de descubrir los hábitos perceptuales a que puede dar lugar. Debido a sus pliegues geológicos, este paisaje es alto: el cielo está muy alejado. El color predominante es el verde, y contra este destacan principalmente las rocas. El telón de fondo de lo que aparece en el valle es oscuro, como si algo de la oscuridad de las cuevas y aguas subterráneas se hubiera filtrado en lo que es visible.

 

 

 

 

Desde esta oscuridad, todo lo que recibe luz (un lateral de una roca, el agua que fluye, la rama de un árbol) emerge con una claridad vívida, gratuita, pero solo parcial (ya que mucho permanece en la sombra). Es un lugar en donde lo visible es discontinuo. O, para decirlo de otro modo, en donde lo visible no siempre se puede dar por supuesto y se ha de captar cuando realmente hace su aparición. No solo la abundante caza, sino también la apariencia del lugar, creada por sus espesos bosques, sus empinadas laderas, sus cascadas y su tortuoso río, fomentan el que uno llegue a desarrollar ojos de cazador.

 

 

Courbet trasplantó muchas de estas características a su arte, incluso cuando los temas tratados ya no tienen nada que ver con su tierra natal. Un gran número de sus cuadros de exteriores apenas tienen cielo, o carecen de él por completo (Los picapedreros, Proudhon y su familia, Señoritas a la orilla del Sena, La hamaca, la mayoría de los cuadros de bañistas).

 

 

 

 

 

 

 

La luz es la luz lateral de los bosques, no muy diferente de esa luz subacuática cuya perspectiva resulta engañosa. Lo que desconcierta en el inmenso cuadro Estudio es que la luz del bosque pintado en el lienzo montado en el caballete es la luz que baña la atestada habitación parisina.

 

 

Una excepción a la regla es una pintura titulada Buenos días, señor Courbet, en que aparecen representados él mismo y su patrón con el cielo al fondo. No obstante, se trataba de un cuadro conscientemente situado en la lejana llanura de Montpelier.

 

 

Yo diría que el agua es un motivo que se da, bajo una u otra forma, aproximadamente en un tercio de los cuadros de Courbet, y con mucha frecuencia en primer plano. (La casa rural burguesa en la que nació el pintor se asoma sobre un río. El discurrir del agua debió de ser una de las primeras visiones y sonidos que experimentó el pintor.) En los cuadros en los que no aparece el agua, las figuras representadas en primer plano suelen recordar las corrientes y remolinos del agua que fluye (por ejemplo, en el Retrato de dama con loro y en la Hilandera dormida).

 

 

La lacada viveza de los objetos iluminados en sus cuadros recuerda con frecuencia al brillo de los guijarros y los peces vistos a través del agua. Hay paisajes enteros de Courbet que podrían ser paisajes reflejados sobre un lago, como si sus colores brillaran en la superficie desafiando toda perspectiva atmosférica (por ejemplo, Las rocas en Mouthier).

 

 

Courbet solía pintar sobre un fondo oscuro utilizando unos colores más oscuros todavía. La profundidad de sus cuadros se debe siempre a la oscuridad, aun cuando allá arriba, muy lejos, haya un cielo intensamente azul; en esto, los cuadros de Courbet tienen algo de pozos. Cuando las formas emergen de la oscuridad a la luz, Courbet las define aplicándoles un color más luminoso, por lo general con una espátula. Dejando a un lado por el momento la cuestión de su técnica como pintor, este movimiento de la espátula reproducía, como no podía hacerlo ninguna otra cosa, la acción de un haz de luz pasando sobre la quebrada superficie de las hojas, de la hierba, un haz de luz que confiere vida y convicción, pero que no siempre revela la estructura.

Correspondencias de esta suerte sugieren una relación íntima entre la práctica de Courbet corno pintor y el paisaje en donde creció. Pero en sí mismas no responden a la cuestión de cuál es el significado que el pintor daba a las apariencias. Hemos de seguir interrogando al paisaje. Este está configurado básicamente por las rocas, las cuales le dan una identidad, permiten fijarlo. Son los afloramientos de la roca los que crean la presencia del paisaje. Uno podría hablar de "caras de roca". Las rocas constituyen el carácter, el espíritu de la región. Pierre-Joseph Proudhon, que procedía de la misma zona, escribía: "Yo soy pura roca caliza del Jura". Courbet, siempre jactancioso, decía refiriéndose a sus cuadros: "Incluso consigo que las piedras piensen".

Siempre hay una pared rocosa. (Pensemos en uno de los paisajes expuestos en el Museo del Louvre, el que lleva por título La carretera de las diez.) Esta pared domina y exige ser vista, y, sin embargo, su apariencia, tanto en la forma como en el color, cambia conforme a la luz y las condiciones climáticas. Ofrece sin cesar a la visibilidad diferentes facetas de sí misma. Comparada a un árbol, a un animal o a una persona, su apariencia apenas es normativa. Una roca puede parecer casi cualquier cosa. Es innegablemente ella misma, pero su sustancia no propone una forma particular. Existe categóricamente, pero su apariencia es arbitarria (todo lo que se lo permiten las amplias limitaciones geológicas). Por esta vez, es solo como es. Su apariencia es, de hecho, el límite de su significado.

 

 

El crecer rodeado de tales rocas significa crecer en una región en donde lo visible es al mismo tiempo anárquico e irreductiblemente real. Existe el hecho visual, pero el orden visual está reducido al mínimo. Según su amigo Francis Wey, Courbet era capaz de pintar convincentemente un objeto, por ejemplo una lejana pila de leña, sin saber de qué se trataba. Esto es algo bastante inusual entre los pintores y, a mi modo de ver, muy significativo.

En el Autorretrato con perro, una obra romántica temprana, Courbet se pintó a sí mismo, rodeado por la oscuridad de su capa y su sombrero, ante una gran roca. Y en este cuadro su cara y su mano están pintadas exactamente en el mismo espíritu que la piedra que aparece en segundo plano. Eran fenómenos visuales comparables, que poseían la misma realidad visual. Si la visibilidad es anárquica, no existe una jerarquía de las apariencias. Courbet lo pintó todo, la nieve, la carne, el cabello, las pieles, las rocas, la corteza de los árboles, como los habría pintado si hubieran sido paredes rocosas. Nada de lo que pintó tiene interioridad —sorprendentemente, ni siquiera su copia de un autorretrato de Rembrandt—, pero todo está interpretado con asombro: asombro porque ver, que es algo que carece de reglas, consiste en sorprenderse continuamente.

 

 

Puede parecer que estoy tratando a Courbet como si fuera "atemporal", tan ahistórico como las montañas del Jura que tanto le influyeron. No es esa mi intención. El paisaje del Jura influyó en su obra de la forma en la que lo hizo dada la situación histórica en la que estaba trabajando como pintor y dado su temperamento concreto. Ni siquiera en los términos del tiempo jurásico "producirá" el Jura más de un Courbet. La "interpretación geográfica" no hace sino dar una base y una sustancia material, visual, a la histórica y social.

Es difícil resumir en unas cuantas frases el sutil estudio de Timothy J. Clark sobre Courbet [2]. Este estudio nos permite ver el período político en toda su complejidad. Pone además en su lugar todas las leyendas que rodeaban al pintor: la leyenda del bufón rural dotado para la pintura, la del revolucionario peligroso, la del provocador grosero, borracho y pendenciero. (Probablemente, el retrato de Courbet más real y comprensivo es el que nos brinda Jules Vallés en un texto publicado en su periódico Cri du Peuple.)

Luego Clark nos muestra cómo, de hecho, en sus grandes obras de los primeros años de la década de 1850, con su extraordinaria ambición, su genuino odio a la burguesía, su experiencia rural, su amor por lo teatral y su maravillosa intuición, Courbet se proponía nada menos que una doble transformación del arte de la pintura: la transformación de la temática, por un lado, y la del público, por el otro. Durante algunos años trabajó inspirado por el ideal de que ambos, temática y público, iban a ser por primera vez verdaderamente populares.

La transformación implicaba "capturar" la pintura tal como era y modificar su dirección. Creo que se podría decir que Courbet es el último maestro. Aprendió su prodigiosa técnica de los venecianos, de Rembrandt, de Diego Velázquez, de Francisco de Zurbarán y de otros pintores con cuyas obras estaba plenamente familiarizado. Corno profesional fue un tradicionalista. Sin embargo, adquirió la técnica sin adoptar los valores tradicionales a los que esta servía. Se podría decir que su profesionalidad era robada.

Por ejemplo: la práctica del desnudo estaba estrechamente asociada a los valores del tacto, el lujo y la riqueza. El desnudo era un ornamento erótico. Courbet robó la práctica del desnudo y la utilizó para describir la desnudez "vulgar" de una campesina que ha amontonado sus ropas a la orilla del río. (Posteriormente, cuando empezara a desilusionarse, también él produciría ornamentos eróticos, como el Retrato de dama con loro.)

Por ejemplo: la práctica del realismo español del siglo xvii estaba estrechamente relacionada con el principio religioso del valor moral de la sencillez y la austeridad, y la nobleza de la caridad. Courbet robó esta práctica y la utilizó en los Picapedreros para presentar la irredenta y desesperada pobreza rural. Por ejemplo: la práctica del retrato de grupo, característica de la pintura holandesa del siglo xvii, era una manera de celebrar cierto esprit de corps. Courbet robó esta práctica para el Entierro en Ornans a fin de poner de manifiesto la soledad general ante la muerte.

El cazador del Jura, el demócrata rural y el pintor bandido se unieron en el mismo artista durante unos cuantos años, entre 1848 y 1856, para producir unas imágenes únicas y sorprendentes. Para estas tres personalidades, las apariencias eran una experiencia directa, relativamente independiente de la convención y, por esa misma razón, asombrosa e impredecible. La visión de las tres era al mismo tiempo realista (vulgar para sus oponentes) e inocente (estúpida para sus oponentes). Después de 1856, durante la disolución del Segundo Imperio, era ya solo el cazador el que producía, a veces, unos paisajes que seguían siendo diferentes de los de cualquier otro pintor, unos paisajes en los que podría cuajar la nieve.

 

 

En el Entierro de Ornans podemos intuir algo del alma de Courbet, de esa única alma que pertenecía, según el momento, a un cazador, a un demócrata y a un pintor bandido. Pese a sus ganas de vivir, su jactancia y su risa proverbial, lo más probable es que Courbet viera la vida con cierto pesimismo, cuando no de una manera directamente trágica.

 


En el medio del lienzo, atravesándolo de arriba abajo (a lo largo de sus casi seis metros y medio) hay una zona de oscuridad, una zona negra. Esta oscuridad se podría explicar nominalmente por las ropas de luto del grupo de figuras. Pero es algo demasiado intenso y profundo, aun teniendo en consideración el hecho de que el cuadro se haya oscurecido con el paso de los años, para que esa sea toda su significación. Es la oscuridad del paisaje, de la noche que se acerca y de la tierra en la que va a ser sepultado el ataúd. Pero, a mi modo de ver, esta oscuridad tiene también una significación social y personal.

Emergiendo de la zona de oscuridad se ven los rostros de los familiares, amigos y conocidos de Courbet en Ornans, pintados sin idealización y sin rencor, pintados sin recurrir a una norma preestablecida. Se dijo que el cuadro era cínico, sacrílego y brutal. Se lo trató como si fuera una suerte de conspiración. Pero ¿qué se pretendía con ella? ¿Un culto a la fealdad? ¿La subversión social? ¿Un ataque contra la Iglesia? Los críticos investigaron el cuadro intentando encontrar alguna pista. Pero fue en vano. Nadie pudo dar con la causa real de su carácter subversivo.

Courbet había pintado un grupo de hombres y mujeres tal como podrían aparecer cuando asisten a un funeral en el pueblo, y se había negado a organizar (armonizar) las apariencias dándoles un significado más elevado, independientemente de que este fuera falso o auténtico. Courbet rechazó la función del arte como moderador de las apariencias, como algo que ennoblece lo visible. En su lugar, pintó, en un lienzo de veintiún metros cuadrados, un grupo de figuras en tamaño natural en torno a una sepultura; unas figuras que no anunciaban nada, salvo "así es como somos". Y precisamente fue la verdad de esta declaración la que negó, en la medida en que supo comprenderla, el público artístico parisino diciendo que se trataba de una exageración malsana.

 



Puede que en el fondo de su alma Courbet lo hubiera previsto; tal vez, sus grandes esperanzas eran una estratagema para animarse a continuar. La tenacidad con la que pintó, en el Entierro de Ornans, en los Picapedreros, en los Campesinos de Flagey, todo lo que emergía a la luz, insistiendo en que todas las partes que aparecían eran valiosas por igual, me lleva a pensar que el fondo de oscuridad representaba la obcecación en la ignorancia. Cuando decía que el arte "es la expresión más completa de la existencia de una cosa", lo estaba contraponiendo a todo sistema jerárquico o a toda cultura cuya función sea minimizar o negar la expresión de una gran parte de lo que existe. Fue el único gran pintor que plantó cara a la ignorancia voluntaria de las clases cultas.

 

Notas

1 Clark, Timothy J., Image of the People: Gustave Coubert and the 1848 Revolution, Thames & Hudson, Londres, 1973 (versión castellana: Imagen del pueblo: Gustave Courbet y la Revolución de 1848, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1981); y The Absolute Bourgeois: Artists and Politics in France 1848-1851, Thames & Hudson, Londres, 1973; y Nochlin, Linda, Realism, Penguin Books, Harmond-sworth, 1971 (versión castellana: El Realismo, Alianza Editorial, Madrid, 1991) [N. del Ed.].

2 Clark, Timothy J., Imagen del pueblo: Gustave Courbet y la Revolución de 1848, op. cit.

* Este artículo de John Berger es parte de Sobre los artistas, Volumen 1, de John Berger, publicado en español por la editorial Gustavo Gili (Barcelona, 2018), edición a cargo de Tom Overton, con traducción de Pilar Vázquez.


Somos especiales deudores de Saskia Andraensen, de la editorial Gustavo Gili, por su generosa e imprescindible gestión ante los herederos de los derechos sobre las obras de John Berger para obtener el permiso para la publicación de este artículo en nuestro blog.
Agradecemos, por el permiso concedido para la publicación de la traducción de este artículo a la editorial Gustavo Gili, titular de los derechos de la edición en español, y personalmente a Gabriel Gili, por su siempre dispuesta voluntad de escucharnos, que puso en marcha el complejo proceso de obtención de los permisos correspondientes.

 

 

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